Los tiempos cambian y con ellos los principios, las metas, los objetivos y sobre todo los valores que rigen nuestro día a día. Es por eso que para ser estatua en las ramblas, no sólo no puedes exhibi r armas aunque vayas disfrazado de Luke skywalker, si no que además debes pasar un casting y un sabio comité decidirá si mereces o no ser estatua viviente en Las Ramblas. Y es que el signo de los tiempos es intervenirlo todo, raglamentarlo todo hasta el derecho a buscarse la vida con una artística mendicidad. Estos son aquellos que tanto han hablado de la Ley de vagos y maleantes.
Los tiempos cambian y lo cambian todo, incluído la picaresca y hasta la delincuencia. Y así, de aquellos simples timadores explendidamente representados por Tony Leblanc o Antonio Ozores hemos pasado a las bandas organizadas de delincuentes y criminales de cualquier procedentes de cualquier país del nuevo mapamundi.
Y como bien relata el Sr. Pérez Reverte, de aquellos buscavidas cuyo único afán era sacarse unos cuartos para pasar el día o para financiar su pequeños o grandes vicios tenemos ahora grandes mafias cuyo objetivo es controlar todos los ámbitos del crimen organizado: mendicidad, pequeños hurtos, prostitución, juego, tráfico de drogas y armas, trata de mujeres de cualquier raza, pedofilia…donde se manejan ingentes cantidades de euros.
Pero lo que realmente echa de menos el autor y así lo refleja en casi toda su obra es la muerte del honor. Porque el honor no es (o era) algo exclusivo de la nobleza. El honor existía en todos los ámbitos de la sociedad y de forma muy especial en los bajos fondos. Existía un código de honor en los billares, en las cárceles, entre las prostitutas, entre los delincuentes, los rateros. Códigos no escritos que además se unía a un especial sentimiento de camaradería. Y esto también era común a muchas profesiones, sobre todo en aquellas donde había cierto desarraigo social y familiar: soldados, marineros, buzos, plataformas petrolíferas…Códigos dehonor y camaradería que en muchas ocasiones se concretaba en tatuajes, pendientes o patillas que expresaban el sentimiento de orgullo de pertenencia a un colectivo especial.
El individualismo y la ambición han podido con todos los códigos de honor, camaradería y orgullos de pertenencia y aquellos símbolos de ayer carecen de sentido hoy, y aquellos entrañables trileros, estafadores de poca monta del timo de la estampita o del tocomocho que sobrevivían con los tres cartones (el de arriba, el de abajo y el de Don Simón) han dado paso a violentos que forman parte de una organización mayor, que lo mismo controla a los que apalean a una familia en un adosado, que explotan a mujeres y bebés que venden pañuelos en los semáforos, que dirigen a los que roban bebidas en los supermercados, que exprimen a los del top manta o a los que menudean con drogas. Ya no son buscavidas de tasca y billar. Son los esclavos del siglo XXI que tras un día de delincuencia tienen que entregar sus ganancias a cambio de un colchón en un piso de cualquier suburbio de España compartido con otros diez o quince desgraciados dispuestos incluso a matar mañana.
Ya no quedan códigos de honor, ni camaradería, ni orgullo de pertenencia. Ni en la nobleza, ni en el trullo, ni en mesones de tropa, ni en las calles. Sólo quedan individuos bajo el princio de sálvese quien pueda, aunque para ello tengan que vender a su colega.
Aquel mismo querido por todos Tony Leblanc de los timadores ha pasado hoy a la repugnante saga de Torrente. Es el signo de los tiempos.
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